• El lado oscuro del streaming: saturación de plataformas y fatiga digital

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OPINIÓN

Hubo un momento —no tan lejano— en el que el streaming era la promesa de una nueva era. El fin del zapping, del torrent, de los horarios impuestos. El poder de decidir qué ver y cuándo. La posibilidad de acceder a miles de películas y series desde la comodidad del sillón, con solo apretar un botón. Sin publicidades, sin demoras, sin límites.

Pero algo cambió. Hoy el usuario promedio ya no se pregunta qué quiere ver, sino dónde está lo que quiere ver. ¿Está en Netflix? ¿Amazon Prime? ¿Disney+? ¿Star+? ¿HBO Max? ¿Apple TV+? ¿Paramount+? ¿Movistar Plus+? ¿Flow? ¿Hulu? ¿Peacock?…

El sueño de ver lo que quieras, cuando quieras… ¿se volvió una pesadilla?

El sueño de acceso total se transformó, lentamente, en una selva de ventanas emergentes, suscripciones mensuales, restricciones geográficas y decisiones confusas. En lugar de liberarnos, el streaming nos empujó a una nueva forma de fragmentación digital. Una que no solo afecta nuestros bolsillos, sino también nuestra salud mental.

Más servicios, menos contenido… ¿o solo parece?

En 2015, una suscripción a Netflix te permitía acceder a prácticamente todo el contenido que uno deseaba ver. No había muchas más opciones, y eso era parte de su encanto: una gran biblioteca, sin fricciones. Pero el panorama actual se parece más a un buffet donde cada plato se cobra aparte.

Los estudios de Hollywood, que al principio licencian sus catálogos a Netflix y similares, decidieron crear sus propias plataformas. Así surgieron los “Netflix killers”, todos tratando de quedarse con una porción del pastel: Disney (con su arsenal Marvel-Pixar-Star Wars), Warner (con HBO), Universal (con Peacock), y hasta Apple y Amazon redoblando apuestas millonarias.

¿El resultado? Fragmentación. Una película que estaba ayer en una plataforma, hoy puede estar en otra… o no estar en ninguna. Y aunque se multiplican los servicios, cada uno ofrece cada vez menos: menos estrenos por mes, más restricciones por región, y catálogos que entran y salen como si fueran fichas en una ruleta. A eso se suman prácticas abusivas, como subir precios sin previo aviso, o lanzar nuevas versiones “con publicidad” al mismo precio.

Y cuando todo falla, vuelve la piratería. Porque como dice el viejo dicho de internet: la gente no quiere piratear, quiere acceder fácil y sin trabas. Pero si el streaming no lo permite… el torrent no perdona.

¿Cuánto cuesta realmente ver televisión?

El atractivo inicial del streaming era económico. ¿Pagar 10 dólares y tener acceso a todo? ¡Una ganga frente al cable tradicional! Pero esa ilusión duró poco. Hoy, si uno quiere tener acceso a los principales catálogos, debe suscribirse a al menos 5 o 6 servicios. Y ahí se va el sueldo.

En Estados Unidos, el usuario promedio gasta más de 60 dólares mensuales solo en suscripciones de video. En Europa, la cifra ronda los 40 euros. En América Latina, donde los ingresos son más bajos, el fenómeno es igual de cruel: o se elige cuidadosamente, o se comparte cuenta con familiares y amigos… algo que cada vez más servicios están intentando bloquear.

Y es que no solo se trata del precio. También hay fatiga. Fatiga de decidir, de navegar entre catálogos, de ver siempre “más de lo mismo”, de enfrentarse al temido “scroll infinito”. Porque ya no hay un único lugar donde mirar: hay demasiadas opciones, y ninguna clara.

¿Vale la pena pagar siete suscripciones para ver tres series al mes? ¿Estamos realmente viendo más… o simplemente perdiendo más tiempo buscando qué ver?

Fatiga digital: cuando ver series se vuelve una carga

A primera vista, tener acceso a “todo” parece una ventaja. Pero en la práctica, el exceso de oferta se volvió su propio enemigo. La “fatiga del contenido” es real: un fenómeno creciente que afecta tanto a consumidores como a creadores. Según un informe de Nielsen, más del 65% de los usuarios de streaming en EE.UU. se sienten abrumados por la cantidad de opciones disponibles, y un 44% admite que pasa más tiempo buscando qué ver que viendo algo realmente.

En redes sociales abundan memes sobre esta situación: decenas de miniaturas, horas de desplazamiento, y al final, YouTube y a dormir. Este síndrome no es solo anecdótico, tiene consecuencias: más cancelaciones de suscripciones, menos engagement con los contenidos, y una pérdida de sentido en la experiencia de consumo.

¿El peor enemigo del streaming? No es la competencia: es el hastío.

Más contenido no significa mejor contenido

La necesidad de “alimentar” catálogos a toda velocidad llevó a una industrialización del contenido. Plataformas como Netflix se jactan de lanzar nuevos títulos todas las semanas, pero ¿cuántos de ellos son memorables? ¿Cuántos sobreviven más allá de una temporada?

La lógica del algoritmo reemplazó a la curaduría. Las series duran lo justo para enganchar, pero rara vez cierran bien. Los documentales se producen como salchichas. Y los grandes nombres se desperdician en proyectos olvidables. Hay joyas, sí, pero perdidas entre montañas de mediocridad.

Y mientras tanto, productos con enorme inversión (como The Rings of Power de Amazon o Secret Invasion de Disney+) fracasan estrepitosamente en crítica y audiencia, dejando a las plataformas atrapadas en una carrera sin freno por mantener la atención a toda costa, incluso a expensas de la calidad narrativa.

Los usuarios cambian… y las plataformas no se enteran

En paralelo, el público también se transformó. Las nuevas generaciones no consumen televisión como lo hacía el modelo Netflix de hace una década. Muchos jóvenes prefieren contenido corto, inmediato, nativo de plataformas como TikTok, Twitch o YouTube. El video on-demand tradicional les resulta lento, rígido, incluso anticuado.

Esto generó una desconexión creciente entre la oferta y la demanda. Mientras las grandes empresas apuestan por series de 10 episodios y temporadas que tardan años, una parte creciente del público migra hacia formatos más ágiles y participativos. El streaming, tal como lo conocíamos, envejeció demasiado rápido.

El streaming y su espejo oscuro: el modelo se repite

Paradójicamente, el streaming comenzó como una forma de “romper” con el modelo del cable tradicional. Hoy lo ha replicado punto por punto: múltiples servicios que hay que pagar por separado, contenido exclusivo en cada uno, publicidad encubierta, y la amenaza constante de que lo que pagaste hoy desaparezca mañana.

Y como si eso fuera poco, algunas plataformas ya reintrodujeron publicidad obligatoria en sus planes básicos, mientras otras exploran funciones de “canales en vivo” que remiten directamente al zapping de toda la vida. ¿Revolución? ¿O simplemente un ciclo que se repite con otra cara?

Sumemos a eso el hecho de que nada de lo que pagás te pertenece. En cualquier momento, tu serie favorita puede ser retirada del catálogo, censurada, alterada o incluso eliminada por cuestiones de licencias. No hay propiedad, ni siquiera garantía de disponibilidad. Solo una ilusión temporal de acceso.

¿Cuál es el futuro del streaming?

Las señales de agotamiento del modelo ya están sobre la mesa:

  • En 2023, Netflix perdió más de 1 millón de suscriptores en Europa tras endurecer el uso compartido de cuentas.
  • Warner Bros. Discovery eliminó decenas de títulos de HBO Max sin previo aviso para ahorrar en impuestos.
  • Apple TV+ y Disney+ aumentaron sus precios varias veces en menos de un año.
  • Paramount+ anunció fusiones y reestructuraciones que afectaron sus operaciones globales.

Cada vez más usuarios optan por el “streaming a demanda”: contratar un servicio solo cuando aparece una serie específica, verla completa, y cancelar. Otros directamente regresan al torrent, o a sistemas alternativos como Plex, IPTV pirata, o bibliotecas locales. Porque en este contexto, la comodidad también tiene límites.

La paradoja de la abundancia

El streaming nos prometió libertad, y terminó atrapándonos en otra jaula. Nos vendió el acceso ilimitado, y nos dio múltiples barreras. Nos habló de experiencias personalizadas, y nos entregó algoritmos que repiten fórmulas hasta el hartazgo.

Hoy, el usuario se encuentra en una encrucijada: pagar cada vez más por ver cada vez menos, o resistirse y buscar alternativas. Y aunque las plataformas insistan en multiplicarse, tal vez el camino no sea agregar más, sino repensar desde el inicio qué significa ver contenido en el siglo XXI.

¿Volveremos a tener una “plataforma para todo”? ¿O aceptaremos que el streaming se fragmentó para siempre? ¿Están las empresas dispuestas a escuchar al usuario… o solo al inversor?

El lado oscuro del streaming ya no es invisible. La pregunta es si todavía estamos a tiempo de encender la luz.